La vida de todo ser humano implica la muerte. Cada vida es una historia que concluye y se continúa en otros personajes y tiempos. Siempre buscamos dejar algo de nosotros en aquellos que quedan y en los lugares que compartimos día a día. Para los revolucionarios, no se trata de dejar huella, sino de ser parte presente en una lucha que comenzó hace generaciones y continuará hasta construir la sociedad socialista donde todos puedan cumplir sus sueños y vivir plenamente, en armonía junto a los otros habitantes de este planeta.

Enrique fue parte de esa lucha. Hombre que vino a ocupar un lugar en la larga cadena del trabajo explotado y desde ahí forjar sueños. Fue trabajador de varios oficios; protector, albañil de su propia casa y de la vida de su familia. Orgulloso habitante de su población, respetado por sus amigos y vecinos. Generoso, alegre y solidario, así lo describen los suyos.

La necesidad de tener mejores condiciones lo llevó junto a su familia al otro lado de la cordillera. Allá conoció que la vida de los trabajadores es igual, aquí y en la quebrada del ají; y siendo consciente de su propia clase, entró a militar junto a su compañera, nuestra Pili, al MAS en Neuquén. Su casa era un lugar abierto para la alegría de vivir y para las discusiones políticas. Fue igual cuando volvió, a su casa en Macul, apoyando a nuestro partido que en ese tiempo se llamaba MPS.

Compañero, hijo, padre, abuelo y tío, siempre presente.

Hace dos días, temprano en la mañana; mientras la Pili se preparaba para ir a una movilización en su lugar de trabajo contra la mal llamada flexibilización; Enrique se desplomó mientras barría el patio. El mismo patio en que el día anterior había compartido con buen ánimo el festejo por el cumpleaños de su hija mayor; ese en el que, unos días atrás, había estado dando las últimas paletadas del nuevo radier. Quería terminar luego la nueva etapa de su casa, donde él mismo había vivido con sus padres desde cuando la Jaime Eyzaguirre era apenas una “operación sitio”. Pero necesitaba una angioplastía coronaria, operación ambulatoria que no demora más de una hora, para destapar sus arterias.

Enrique, como miles de trabajadores, dependía de la salud pública en este país enfermo. A dos años del estallido a causa de las injusticias y abusos, no fue alcanzado por la pandemia, pero sí por la negligencia y desmantelamiento del sistema de salud. Luego del diagnóstico en el Hospital Luis Tisné fue derivado al Instituto del Tórax, para recibir atención de especialidad. El cardiólogo dijo que en su condición requería rápidamente la cirugía; que no debía aplazarse más de una semana. Pero Enrique no dejó de hacer planes, quería terminar su casa, por eso iba casi día por medio al hospital para averiguar en qué iba la famosa lista de espera. Y así pasaron casi dos meses. Como dijo hoy su compañera, en el funeral, no fue la enfermedad lo que mató a Enrique, fue el sistema público de salud. Por 30 años, la democracia sólo sirvió para hacer negocio con todo y así abultar los bolsillos de esas pocas familias que saquean al país y concentran toda la riqueza. Por 30 años se lucró con la salud y la vivienda, derechos fundamentales que cínicamente las leyes dicen proteger. Enrique vivió también la pérdida de esos derechos y por eso se hizo parte de la marea del 18 de octubre.

¿Cuántas veces ocurre una muerte en lista de espera de FONASA? En septiembre, mismo mes en que Enrique fue diagnosticado, se conoció el informe del MINSAL al parlamento, en que se indicó que las muertes por sobrecarga del sistema de salud desde el 2016 no bajan de las 14 mil al año. Hubo un drástico aumento en 2018 y 2019, con casi 26 mil y 24.535 muertes.

Cuando una persona muere en lista de espera, un profundo sentimiento de impotencia y de rabia se agrega al dolor de la pérdida, porque no hay ningún cuidado ni esfuerzo de la familia que pueda evitar el deterioro por no recibir atención médica a tiempo.

El mismo día en que falleció, la familia recibió tres llamadas del hospital, para avisar que Enrique ya tenía cupo y que tenía que presentarse para hacerse la prueba PCR antes de la operación. Es una comedia macabra, la injusticia que toca a miles de familias, que las obliga a vivir con resignación, para salvar el orden público y la estabilidad; la injusticia contra la que ya hemos dicho basta. Por la muerte de Enrique, culpamos públicamente a este gobierno criminal, a sus autoridades sanitarias indolentes, al parlamento en ejercicio que hace la vista gorda, más preocupado de hacer leyes para criminalizar la protesta que de hacer leyes que alguna vez favorezcan, y sin letra chica, a la gran mayoría trabajadora. La muerte de Enrique ha sido obra del negociado de la salud, del constante traspaso de fondos públicos con que FONASA paga a los “prestadores”, las grandes cadenas de clínicas privadas e ISAPRES, todo aquello que por su estado de desmantelamiento no es capaz de garantizar, aumentando así su desfinanciamiento en un círculo vicioso. Culpamos al Estado, que ha transformado a sus propios trabajadores de la salud en verdugos de las familias trabajadoras, al precarizar las condiciones laborales y desfinanciar los servicios públicos.

A la familia de Enrique, tres valientes mujeres luchadoras, no les faltará el apoyo y la solidaridad de sus compañeros y compañeras del MIT. Aunque no podremos siquiera aliviar su pérdida, sí que podremos tomar su entereza como ejemplo y rodearlas de fraternidad revolucionaria.

Adiós Enrique, hasta la victoria.

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